Arnold J. Toynbee reproduce en su libro Cities on the Move un grabado de George Cruikshank fechado en 1866. En él aparece la ciudad del Támesis como un ente en movimiento y sumido en una batalla que le llevaría más allá de los muros de la ciudad medieval. Con este famoso aguafuerte, titulado “London Going Out of Town or The March of Bricks and Morter”, el modelo tradicional de presentación de la urbe como una figura estática fue reemplazado por el de una ciudad moderna de naturaleza móvil. Esta es la imagen de la ciudad que nos persigue desde entonces.
Qué curioso que hace casi un siglo Le Corbusier celebrara en su libro Aircraft las virtudes de la aviación para describir una nueva perspectiva –aérea- del hecho urbano, y que hace apenas una década Rem Koolhaas recurriera al helicóptero para explicar la naturaleza anti-urbana de Lagos. ¿Será que las ciudades en movimiento necesitan de mecanismos también dinámicos para su análisis? ¿O es que la arquitectura moderna ha renunciado a la calle?
Los prefijos macro, mega, hiper, ya no sirven porque se anteponen a sustantivos como polis, ciudad, urbe, en cuya tradición ya no se reconocen. Y es que, desde que la ciudad es una marca que compite con otras por la captación de capitales humanos y financieros, su definición histórica, basada en lo que Max Weber reconocía como el principio de fraternidad, se ha disuelto.
Tiene razón Jean-Luc Nancy cuando explica que la nostalgia por la comunidad perdida es falsa. Aplicada al contexto de la ciudad y el espacio público esta idea de comunidad nunca existió. Comunidad proviene de comunión, de inmanencia y de mito, los conceptos contra los que nacieron, como reacción, los principios de la Ilustración y la idea misma de modernidad. Por tanto, no asistimos a la nostalgia de la comunidad perdida, sino a su negación. También aquí habrá que inventar nuevas palabras.
La ciudad tiene forma y es representable. Pero lo es de un modo metonímico, es decir, tomando una parte por el todo. Su imagen ya no alcanza la aspiración holística. Debemos conformarnos con aproximaciones parciales que extrapolamos para componer una figura inalcanzable. Su silueta, como la de cualquier ente vivo, es esquiva.
La ciudad y el territorio cada vez se parecen más; tanto, que llegamos a confundirlos. De manera que si podemos hablar de desurbanización, también podemos hablar de desterritorialización. Sin embargo, no hay sensación de pérdida en este proceso. Al contrario, la desterritorialización –se nos dice en Mil mesetas- debe ser considerada como una fuerza perfectamente positiva.
El calor se está yendo de las cosas, decía Walter Benjamin en su huida del horror nazi. Otro frankfurtiano, Theodor Adorno, denunciaba ya tras el Holocausto cómo ese frío desden por las cosas se estaba volviendo también hacia las personas. En sus descripciones, el frío y el silencio acompañan a la modernidad. Son emblemas del triunfo de la razón, pero sobre todo la consecuencia de su poder destructivo. En mi opinión, nadie ha descrito mejor el urbanismo del siglo XX.
Los principios de diferencia y repetición definen a la ciudad actual. Su funcionamiento incide en estos dos polos de manera insistente. Busca mostrarse singular recurriendo a los mismos mecanismos y modelos que emplean otras muchas ciudades. Quiere mantener su identidad heredada sin dejar de adaptarse a los continuos cambios que se le exigen. El urbanismo contemporáneo es esquizofrénico.
Cómo interpretar hoy las siguientes palabras que fueron escritas por Georg Simmel hace ya casi un siglo: en las grandes urbes el hombre esta más libre de ataduras que en las poblaciones pequeñas, sin embargo no debemos interpretar esta mayor libertad como un signo de bienestar. ¿Acaso no hemos aprendido nada en cien años?
Nunca he viajado a Salzburgo. Jamás lo haré. Nadie en su sano juicio viajaría a una ciudad que es, como escribió Thomas Bernhard, una enfermedad mortal; un cementerio en la superficie hermoso.
Robert Walser escribió sobre la torre encantada de la pequeña ciudad de Perleberg que era el testimonio viviente de unos tiempos poéticos. Me pregunto si los guías turísticos de esta localidad alemana recitarán estas palabras del bueno de Walser cuando hagan el tour por la ciudad, citando de paso la jugosa anécdota de su muerte en la nieve.
La ciudad industrial es una máquina. Es una factoría donde lo nuevo se fabrica constantemente. Delirio de Nueva York es la demostración irrefutable de ello.
Lástima que nuestro tiempo sea el del triunfo del turismo. Nunca imaginamos que esta conquista masiva del ocio fuera tan aburrida. La ciudad del ocio es la ciudad del tedio: El tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, la perenne identidad de todo, la semejanza absoluta entre la mezquita, el templo y la iglesia (Pessoa).
Qué curioso que hace casi un siglo Le Corbusier celebrara en su libro Aircraft las virtudes de la aviación para describir una nueva perspectiva –aérea- del hecho urbano, y que hace apenas una década Rem Koolhaas recurriera al helicóptero para explicar la naturaleza anti-urbana de Lagos. ¿Será que las ciudades en movimiento necesitan de mecanismos también dinámicos para su análisis? ¿O es que la arquitectura moderna ha renunciado a la calle?
Los prefijos macro, mega, hiper, ya no sirven porque se anteponen a sustantivos como polis, ciudad, urbe, en cuya tradición ya no se reconocen. Y es que, desde que la ciudad es una marca que compite con otras por la captación de capitales humanos y financieros, su definición histórica, basada en lo que Max Weber reconocía como el principio de fraternidad, se ha disuelto.
Tiene razón Jean-Luc Nancy cuando explica que la nostalgia por la comunidad perdida es falsa. Aplicada al contexto de la ciudad y el espacio público esta idea de comunidad nunca existió. Comunidad proviene de comunión, de inmanencia y de mito, los conceptos contra los que nacieron, como reacción, los principios de la Ilustración y la idea misma de modernidad. Por tanto, no asistimos a la nostalgia de la comunidad perdida, sino a su negación. También aquí habrá que inventar nuevas palabras.
La ciudad tiene forma y es representable. Pero lo es de un modo metonímico, es decir, tomando una parte por el todo. Su imagen ya no alcanza la aspiración holística. Debemos conformarnos con aproximaciones parciales que extrapolamos para componer una figura inalcanzable. Su silueta, como la de cualquier ente vivo, es esquiva.
La ciudad y el territorio cada vez se parecen más; tanto, que llegamos a confundirlos. De manera que si podemos hablar de desurbanización, también podemos hablar de desterritorialización. Sin embargo, no hay sensación de pérdida en este proceso. Al contrario, la desterritorialización –se nos dice en Mil mesetas- debe ser considerada como una fuerza perfectamente positiva.
El calor se está yendo de las cosas, decía Walter Benjamin en su huida del horror nazi. Otro frankfurtiano, Theodor Adorno, denunciaba ya tras el Holocausto cómo ese frío desden por las cosas se estaba volviendo también hacia las personas. En sus descripciones, el frío y el silencio acompañan a la modernidad. Son emblemas del triunfo de la razón, pero sobre todo la consecuencia de su poder destructivo. En mi opinión, nadie ha descrito mejor el urbanismo del siglo XX.
Los principios de diferencia y repetición definen a la ciudad actual. Su funcionamiento incide en estos dos polos de manera insistente. Busca mostrarse singular recurriendo a los mismos mecanismos y modelos que emplean otras muchas ciudades. Quiere mantener su identidad heredada sin dejar de adaptarse a los continuos cambios que se le exigen. El urbanismo contemporáneo es esquizofrénico.
Cómo interpretar hoy las siguientes palabras que fueron escritas por Georg Simmel hace ya casi un siglo: en las grandes urbes el hombre esta más libre de ataduras que en las poblaciones pequeñas, sin embargo no debemos interpretar esta mayor libertad como un signo de bienestar. ¿Acaso no hemos aprendido nada en cien años?
Nunca he viajado a Salzburgo. Jamás lo haré. Nadie en su sano juicio viajaría a una ciudad que es, como escribió Thomas Bernhard, una enfermedad mortal; un cementerio en la superficie hermoso.
Robert Walser escribió sobre la torre encantada de la pequeña ciudad de Perleberg que era el testimonio viviente de unos tiempos poéticos. Me pregunto si los guías turísticos de esta localidad alemana recitarán estas palabras del bueno de Walser cuando hagan el tour por la ciudad, citando de paso la jugosa anécdota de su muerte en la nieve.
La ciudad industrial es una máquina. Es una factoría donde lo nuevo se fabrica constantemente. Delirio de Nueva York es la demostración irrefutable de ello.
Lástima que nuestro tiempo sea el del triunfo del turismo. Nunca imaginamos que esta conquista masiva del ocio fuera tan aburrida. La ciudad del ocio es la ciudad del tedio: El tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, la perenne identidad de todo, la semejanza absoluta entre la mezquita, el templo y la iglesia (Pessoa).
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